Estela Davis
La memoria colectiva se nutre de valiosas recordaciones individuales que conforman, al paso de los años, una urdimbre que da fuerza y detalles de color a la historia con minúsculas. En las páginas siguientes danzarán las joyas de la memoria que Estela Davis rescató del olvido entre gente cercana, padres, tíos, amigos, interrogados con esa difícil sencillez que no teme a los «por qué», a los «cómo»...
Tras la máquina que graba el afán de decir de los entrevistados, está la vena acuciosa de una inquisidora que no ceja en su afán de avanzar, historia arriba, por los afluentes que cada respuesta incompleta le sugiere. Los cofres nemotécnicos van abriéndose al paso de la curiosidad de esta mujer que interroga sobre las pequeñas grandes cosas, enseres, costumbres, vestimenta, animales, viajes, alimentación; asuntos que van dejando el telón de fondo histórico de las generalidades para ocupar el centro del escenario: cómo vestían los vaqueros cuando salían a campear y para qué las armas, las polainas, la cuera, los cojinillos, el lonche, las fatigas, el clima. Qué vestidos, de qué tela eran confeccionadas las prendas de las muchachas bailadoras y fiesteras de Loreto. El siglo XX, y más atrás, desfila en los recuerdos de los viejos, nimbados con las gasas y las fotografías en sepia de la nostalgia. Casi al final del libro, la autora incorpora algunas postales literarias de su infancia, vistas desde esta época y esta edad, con gran nitidez y excelente sentido del humor (resultado de la mezcla genética inglesa y sudcaliforniana) tan escaso en obras de este tipo, dominadas generalmente por la solemnidad y el uso de terminología socialmente correcta. Estelita es una niña lista, apasionada por la lectura de novelas, que se divierte –desde el presente– narrando sus impresiones en los ranchos en que vivió su primera infancia y en Loreto, aquella «Primera Capital de las Californias» venida a menos, empobrecida y golpeada por el infortunio, pero alegre, algo despreocupada y siempre orgullosa de su origen. Estela hurga en los recovecos de la memoria aquellas vivencias atesoradas para desenterrarlas y pulirlas, para luego mostrárnoslas en este tomo. Si en las entrevistas iniciales («conversaciones», corregirá) sorprende la eficacia reporteril de la autora, en sus propios recuerdos presentados como breves golpes de luz brillan escenas impregnadas de inocencia y ternura. Un universo tejido de nostalgia y recuerdos de la niñez aparece aquí evocado como homenaje a su estirpe y a la del resto de esa tribu de mujeres y hombres que nacieron a un lado y otro de La Giganta y de Guadalupe, sierra madre que da vida a Loreto, San Javier, Comondú, Canipolé, La Purísima, Mulegé...
El ejercicio memorioso revela la vocación historiográfica de la narradora. Sus textos se hunden en las raíces vitales de la aldea en la experiencia común, sin arrogancias, para salvar esos trozos de existencia colectiva tan alejada del interés de los historiadores tradicionales. Caminatas, milagros, caguamadas pantagruélicas, visitas presidenciales, músicos pueblerinos, campos de amapola, intentos de homicidio, serenatas a la luz de la luna de octubre, recuas que transportan vino, El Urano en que navegó Jordán, una perla hueca y un vestido azul, sismos, tsunamis, ciclones, inundaciones y muerte, pero también bodas, paseos, baile, jolgorio y vida social pueblan las páginas, en el lenguaje sencillo del habla popular, pero tachonadas de notas a pie de página que denotan la investigación y el trabajo que la obra trae aparejados. Parientes cercanos o lejanos, amigos, conocidos, personajes que habitaron el territorio yermo y escabroso que conforma el centro de la península californiana, graban en la cinta sus pedazos de vida. Son mujeres y hombres curtidos por las décadas, fascinados con la idea de ser un hilo más en la tela de la saga que es común a los antiguos californios.