Octavio Israel Escalante Geraldo
Como una hilera interminable de camellos haciendo la ruta de la seda de Samarcanda a Teherán, o como aquellos insondables misterios de la liturgia teosófica de Madame Blavatsky, o como aquellos inefables mundos del nolano que fue sacrificado en el fuego de la incomprensión dogmática de la tardía escolástica, así nos presenta desfilar, uno tras otro, Octavio Escalante a sus autores ficticios.
Los autores nos van contando en pedazos la unicidad de la vida cotidiana en una ciudad que, a pesar de ser capital de un Estado, todavía se hace la interesante en la indefinición de no aceptar su fundación por extremeños. Ciudad que prefiere, más allá de ajustar cuentas con su pasado, aprovechar el profundo escape teológico de Semana Santa para hundir los pies descalzos en El Tecolote, con una ballena en la mano y un túper de ceviche en la otra.
Escalante deja que sus autores vayan describiendo las historias acontecidas en esa ciudad que vive de lo que le han significado sus atardeceres escarlatas, con todas las consecuencias que dejan los visitantes que llegan y desaparecen entre sus playas, calles y plazas.
Escalante pulsa, en su aventura citadina, los elementos más representativos que en esa ciudad hace un determinado espacio de tiempo: "época" se le llama en la periodicidad de la organización de los papiros de la Historia. Sin juzgar los acontecimientos, axiológicamente neutral como un kantiano poniendo su juicio en suspenso, el autor deja que los ficticios fragmenten sus recuerdos más profundos para hacer literatura de ellos. Lo que resulte de estos relatos ya será, stricto sensu, responsabilidad del lector: ya ustedes sabrán pues.